miércoles, 26 de septiembre de 2012

Diario de un desempleado




Diario de un desempleado


El redondel de las Fuentes Bethoven es una fiesta tristona. Hay música que sale con golpe de los altoparlantes, pero nadie ha venido hasta aquí para escucharla. Llueve y los presentes se han formado en filas retorcidas para protegerse del agua abajo de los canopis. Los uniforma el currículum que traen en las manos y la esperanza, que aunque sea poca, se les dibuja en la cara cuando por fin llegan hasta la mesa de un posible empleador.
Los que están en esta feria buscan algo que por estos tiempos escasea. Los números a escala nacional, lejos de prometer un futuro mejor, hablan de que la situación puede empeorar. Datos del Ministerio de Trabajo indican que solo desde enero hasta noviembre, el país perdió 39,000 empleos. Y al final de 2009 esa cifra podría llegar a 55,000. Es la crisis, se oye decir a algunos en la fila.
Pues aquí, inmerso en este mar de almas en busca de trabajo, anda un treintañero alto, fornido y muy dado a conversar.
–Mi nombre es profesor Erick Noé Mejía—, dice, y lo de mencionar su título no es por gusto.
Noé se graduó de profesor de una universidad privada hace años. Porta en su billetera un carné que es el símbolo de su escalafón. En teoría, está capacitado para impartir clases de educación media y bachillerato. Pero la teoría no ha encontrado asidero en la realidad de este salvadoreño, que bien podría servir de botón de muestra para los muchos a quienes contar con un título colgado en la pared no les ha servido de salvavidas para salir del mar de los que no tienen trabajo.

Es medio día en este sábado gris. Hasta hace poco más de una hora, Noé estaba en su casa oyendo radio y limpiando. Un anuncio lo sacó de su rutina. La Alcaldía de San Salvador estaba organizando una feria de trabajo. El manjar con el que se atraía al ejército de abejas era el concurso de 1,871 plazas. De ahí la música, los canopis, los escritorios en medio de la plaza, las pilas de currículos, las caras de esperanza, los empleadores que veían con indiferencia a los solicitantes, la gente que lleva días, meses, años o una vida entera sin trabajo y que piensa —como Noé— que con suerte esta puede ser la última vez que andará en estas vueltas.

Esta es la sexta. En la búsqueda de empleo, Noé ha ido a seis ferias. Es moda en tiempo de crisis. Las organizan universidades, alcaldías, iglesias y hasta hizo una Rodrigo Ávila cuando era candidato a presidente de la República. Noé estuvo en esta última.

“Si he entregado 300 currículos por año ha sido poco”, cuenta. Tanto buscar sin encontrar y tantas noches pensando en por qué nadie acepta darle una oportunidad han hecho que Noé saque sus teorías de conspiración. Dice que algunos no contratan a nadie, porque en realidad su misión es solo medir cuánta gente no tiene trabajo en el país. Dice que hay quienes piden currículos solo para burlarse de la necesidad de otros. Dice, incluso, que el título que cuelga en la sala de la casa de su madre ha sido obstáculo en su camino. “Es que si sabe mucho, no lo contratan y si no sabe nada, tampoco lo contratan.” Quien habla no es él, es la frustración.

Este sábado ha dejado de lado el título y ha venido a pedir trabajo de bodeguero. Poco a poco, casi sin darse cuenta, dejó de lado aquella loca idea de vivir de un trabajo intelectual. Quiere sacar raja de donde pueda, y si es tirándose bultos a la espalda, pues así será.

De los años en la universidad, y de la inversión de unos $5,000 en educarse, apenas logró trabajo por temporada, cuando, en 2005, estuvo como profesor interino en una escuela del municipio de Lourdes. De ahí, nada.

Poco a poco, en los últimos cuatro años, su situación familiar se fue haciendo menos simple. Se fue a vivir con su compañera de vida a un cuarto en los alrededores del bulevar Constitución, en San Salvador. Más que la realización de la vocación, la vida le exigió dinero. En aquellos años, no se oía aún hablar de crisis económica. Trabajo como profesor, sin embargo, no consiguió. Ni él, ni el 70% de sus compañeros de estudio de quienes dice se hicieron policías, migraron o están muertos.

Primero trabajó en la bodega de una compañía de bebidas. Ahí fue subiendo de rango hasta ser el responsable de tomar los pedidos en las tiendas. En una de tantas andadas, tuvo un accidente. Era abril, y su motocicleta se barrió en una calle de Chalatenango. Pasó ocho meses incapacitado. Después, lo despidieron.

La noche en que se quedó sin trabajo pensó que si se ponía “las pilas”, lograría ubicarse pronto. Buscó tanto o más que lo que busca ahora. El resultado fue el mismo, nada.

La vida lo llevó, en 2006, hasta el asiento de conductor de un bus de la ruta 30. Este era su trabajo. Y se aferró a él tanto como pudo. En el camino, dejaba entrar a los pandilleros para que también “trabajaran”. Una vez por semana, los maleantes se subían a la unidad y asaltaban a los pasajeros. A él, y a su caja con las monedas del día, no los tocaban. “Era mi trato, y cuando la gente me decía que por qué yo no los defendía, yo les contestaba que a los pasajeros los veo una vez en la vida y nada más, en cambio a los otros babosos los iba a estar viendo seguido. Y yo por gente que no conozco no me iba a arriesgar a que me mataran o a quedarme sin trabajo.”

El miedo a quedarse sin trabajo era grande. Y creció con la noticia de que tendría un hijo. Ya no eran solo dos adultos. Se convirtieron en responsables de un bebé. La tensión creció. Y la suerte le jugó chueco.

En abril de 2008, los transportistas demandaron un aumento al pasaje. Los impulsaba el precio del combustible. El precio del barril de petróleo rondaba los $120 y esto había halado los precios de la gasolina y el diésel hasta los casi $4 por galón. Así que sin pedir permiso, un día ordenaron a sus motoristas cobrar $0.30 por pasaje. Noé tuvo que acatar.

En cumplimiento de lo que sus jefes le dijeron, colocó un rótulo en el parabrisas y cobró lo indicado. Unos agentes de la Policía lo detuvieron y le impusieron una multa. Un tiempo después, le impusieron otra por la misma razón: cobrar un precio de pasaje no autorizado. Sus superiores le dijeron que no se preocupara, que esas esquelas iban a desaparecer. Pero eso no ocurrió. Cuando a Noé se le venció la licencia de conducir y fue a querer refrendarla, las multas seguían vigentes. Llegó a una encrucijada.
Para mantener su trabajo, necesitaba su licencia. Y para sacar su licencia, necesitaba pagar más de $300. Su salario como motorista no le daba para hacer un gasto tan grande. Así que, otra vez, se quedó desempleado.
Cuando se dio cuenta del drama que suponía tener un hijo y no contar con ingresos económicos, se desesperó. “Nunca me han puesto unas esposas, yo no sé lo que es estar preso. Pero cuando vi que no teníamos pisto para comprar la leche del niño, yo le dije a mi mujer ‘me voy a ir a asaltar’”, cuenta Noé.

Habían pasado ya seis meses desde que había dejado de trabajar como motorista. En este tiempo, había ido a cuanto lugar había podido para ofrecer sus servicios de lo que fuera. Eran los primeros meses de 2009. Ya se hablaba de crisis económica. Compañías grandes y pequeñas en todo el mundo se declaraban en quiebra. Lejos de contrataciones, lo que estuvo a la orden del día fueron los despidos. En 2008, solo en la industria de la construcción nacional se perdieron 14,000 empleos, según la Cámara Salvadoreña de la Construcción. “Estaba desempleado antes de que pegara la crisis. Y cuando eso aterrizó aquí, me terminé de fregar”, dice un Noé deshauciado, empobrecido, frustrado, pero aún no vencido.

De los tiempos en los que tuvo trabajo como motorista le quedaron deudas. Unas con unas casas comerciales, otras con instituciones bancarias por una tarjeta de crédito que tiene su pareja. Con un sueldo de $200 mensuales, fue ella, de hecho, quien asumió los gastos. Pagó la cama que tienen y poco a poco fue saliendo de la deuda de la tarjeta. La situación era estable pero apremiante.

“¿Qué son $200 menos los descuentos? Quedan como $180 y de eso tenemos que vivir estiraditos. Hay que pagar los $50 del cuarto. Hay que dejar para los viajes de ella y, ahorita que está barato el pasaje, son $0.40 centavos diarios por ida y vuelta. Hay que dejar para la comida. Y esa vez, ella había estado incapacitada por ocho días, la quincena le vino baja. No teníamos cómo salir. Por eso le dije eso, que me iba a ir a ver a quién asaltaba. Ella me dijo que no, que no fuera a hacer eso”, cuenta y se le quiebra la voz.

Su hijo es un gordito, cachetón, de ojos oscuros y piel trigueña. Es la debilidad y la preocupación de Noé, quien, con mezcla de orgullo y aflicción muestra una lata de leche en polvo que va a la mitad. “Esta la abrimos hace una par de semanas”, revela.

Noé no se detiene. A los 300 currículos por año que dice haber entregado, se suman los que manda por internet. Ambas acciones implican gastos. Y como no puede estirar más el salario de su pareja y tampoco puede pedirle más a su madre —que ya le ayuda con gastos de comida— entonces vende sus servicios. Noé lava ropa y cobra por ello.

No se inclina sobre un lavadero para sacar manchas a mano. Lo que hace es separar los fardos por colores y meterlos en la máquina lavadora propiedad de su madre. “Así saco para mandar currículos y para pagar mis pasajes”, dice. A la semana reúne unos $15.
El desempleo de Noé lo mantiene separado de su familia. Su pareja y su hijo se quedan en el cuarto de tres metros por cinco que alquilan cerca del bulevar Constitución, en San Salvador. Pero debido a que aquí solo tienen agua de 6 a 8 de la mañana, Noé se tiene que quedar en casa de su madre, en Lourdes. Necesita agua para poder lavar, porque necesita de ese ingreso para pedir trabajo.
Es lunes. Han pasado dos semanas desde que estuvo en la feria de trabajo. No le han llamado. Es un profesor titulado y escalafonado que pidió trabajo de bodeguero y no le han llamado. Noé está cansado de oír la frase “le vamos a llamar”. Porque su teléfono nunca suena.

Después de 11 meses sin conseguir nada, se sabe de memoria los clasificados de los periódicos. Ha pensado en aprender algo más, en prepararse en otra cosa, pero al ver su título enmarcado y colgado en la pared, se desilusiona. Porque, hasta el momento, tener vocación y título de profesor no ha sido suficiente para colocarse. “Yo estudié porque mi madre me dijo que quería que fuera alguien en la vida, no me preparé y nunca pensé que a los 33 años iba a estar en esta situación” , dice.

En un rato, Noé saldrá de su casa. Tanta respuesta negativa no le ha minado la esperanza. Aunque poca, todavía se le dibuja en el rostro cuando entrega un currículo. Así como aquel sábado en el redondel de las Fuentes Bethoven, siempre piensa en que, con suerte, quizá sea la última vez.

Escrito por Una crónica de Glenda Girón
Domingo, 06 diciembre 2009
http://www.laprensagrafica.com/revistas/septimo-sentido/77668-diario-de-un-desempleado.html

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